jueves, 28 de marzo de 2013

La Casa Grande: 50 años en nuestra trastienda literaria


Cada vez que recuerdo el nombre de Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla 30/03/1926 -  Nueva York 12/10/1972), viene con él una ventolera cuyo origen es imposible de precisar, viene de todas partes y a la vez de ninguna. De esas que a uno lo enceguecían (a fuerza de arena, polvo, humo y hediondeces), por un largo rato, al pasar por un costado del viejo edificio de la Caja Agraria en el Paseo de Bolívar, cerca al terminalito de los buses de pueblo, en Barranquilla, y que, si se descuidaba mucho, lo mandaba al suelo. Así mismo, como suele aparecer en casi todas sus fotografías y en el mito creado alrededor de su nombre, porque de Cepeda se habla más de su personalidad, arrolladora, brabucona, infatigable, ubicua, cosmopolita, desabrochada, contestataria y demás, no de su literatura, como si el uno no tuviera nada que ver con la otra, como si ésta no tuviera de todo lo que se dice, reniega y alaba de la otra.

Álvaro y sus libros editados: Todos estábamos a la espera (1954), La Casa Grande (1962) y Los cuentos de Juana (1972) han sido para mí una presencia constante desde antes de que el lugar de reunión del legendario Grupo de Barranquilla, pasara a ser una mercadería más, un esperpento del que unos cuantos han venido a alimentarse de lo que antaño bebieron, conversaron y crearon unos artistas iconoclastas insatisfechos con el arte que se hacía y se había hecho, abriendo una variedad de caminos, sobre todo a la autenticidad, a la valentía y la felicidad de ser lo que se es, a contracorriente, transformándolo si es necesario, resignificándolo, dignificándolo, reivindicándole el valor arrebatado por los excluyentes y discriminatorios círculos capitalinos que, a todo lo que difiere de su verdad, a lo venido de las provincias, lo envuelven en la horrible y despectiva sábana del costumbrismo, olvidando que lo que ellos mismos llaman Literatura Colombiana es literatura proveniente de las provincias, desde Isaacs hasta Vallejo, pasando por Zapata Olivella, sin olvidar a García Márquez, sólo con unas pocas excepciones como Silva, Mutis o Zalamea.

Obviando a don Juan de Castellanos (1522), el primero en poetizar con palabras tan nuestras como hamaca desde su hispanidad, a Epifanio Mejía (1838), a cuya poesía se hace referencia como criollista y nacionalista y que, sin embargo, sigue siendo tan actual y cercana, a Luis Carlos López (1879), tan largo tiempo despreciado, poco leído y comentado, y a De Greiff (1895), que no siempre es accesible en el vendaval de su verbo, pertenecientes estos al ámbito de la poesía, donde Cepeda no tuvo una decidida incursión, a José Félix Fuenmayor (1885), antecedente importante y fundacional de nuestra literatura caribe, pero que, a pesar de marcar el tránsito a la novela urbana en Colombia con Cosme (1920)y evidenciar en ella, como en sus cuentos, aspectos definitorios del espíritu caribe, como lo carnavalesco de las situaciones y el lenguaje, no logra transferir a sus escritos la esencia misma de ese ser caribe en toda su extensión, Cepeda Samudio es el primero en obligar a nuestro idioma (por imposición) a que se pareciera a nosotros, a que nombrara nuestras cosas, nuestras costumbres, nuestras regiones, nuestras angustias, nuestros amores, todo lo que somos, por sus nombres auténticos, populares, sin el distanciamiento y el asco con el que se ha visto y se sigue viendo lo nuestro desde la óptica de quienes manejan la información (y todo lo demás) cultural del país, lo nuestro ha sido, históricamente, lo burdo, lo deleznable, lo feo, sin clase, contrario a lo europeo o americano que ellos han entronizado como superior. Últimamente se ha pretendido hacer un énfasis en lo regional, sólo para acentuar los prejuicios, caricaturizando las regiones e irrespetándolas, sin pretender, siquiera, profundizar en la multiculturalidad del país sino procurando una estandarización en todos los aspectos en base a moldes ajenos en los cuales, a fuerza de publicidad y modas obligan al público a meterse, para sentirse aceptados y partes de una cultura que niega sus raíces populares más profundas.

Suele verse a Cepeda sólo como un antecedente, como punto de partida del llamado Boom latinoamericano, como si su obra no tuviera la rebeldía, el descaro, la calidad y la autonomía suficientes para mantenerse sola por encima de esa mera (y cierta) apertura que propició pues, antes de la aparición de sus primeros cuentos nuestra literatura no podría menos que llamarse parroquial, tanto en su forma como en su contenido, por un lado y por el otro extranjerizante,  exótica, rimbombante, preciosista, pretenciosamente alejada de toda cotidianidad en las alturas de su torre de marfil, bajo la falacia de la pretendida Atenas suramericana y de la nación de poetas que siempre nos hemos creído a fuerza de versificación tantas veces vacua.

Los cuentos de Todos estábamos a la espera, notablemente influenciados por la estadía de Cepeda en Nueva York, trascienden la anécdota local, no por ciertos nombres de lugares y personajes ubicados en diversos sitios de Norteamérica sino porque en su frescura renovadora, en su atrevimiento experimental, en su apuesta por la cotidianidad de las situaciones, impulsan con sus técnicas narrativas, con su voces, sus enfoques, sus encuadres, sus ritmos, su lenguaje, a las historias, que bien pueden suceder en cualquier parte, a sostenerse por sí mismas fuera del tiempo y del espacio en el que fueron registradas por ese eterno reportero y cinéfilo. Aquí Cepeda introdujo a la cuentística nacional en la modernidad, antes de terminar de hacerlo con la novela.

En Los Cuentos de Juana, aparecidos posteriormente a su novela, es donde Cepeda mejor nos deja ver su irreverencia frente a las formas establecidas, su irregularidad tantas veces reprochada, su creatividad desbordante y su desparpajo caribe, quizá llevado al máximo en el reportaje (que es más una crítica a los críticos y a la crítica en medio de una mamadera de gallo) que abre el libro, que se hace con Alejandro Obregón y que terminan, después de muchos ires y venires, así:

- ¿Y qué es la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?
- Mano, ¿te gusta escribir?
- A mí sí, pero no me da la gana.
- Y a ti, ¿te gusta pintar?
- A mí no, pero me da la gana.
 Ahora si vamos por donde es.
¿Y de la vida?
Primum Vivere y endespués philosofare.
- Pero eso no es Griego: es Cienaguero: el que se murió se jodió.

En este libro Cepeda sorprendió al no responder al presupuesto de una rotunda terminación totalizadora de un proceso previo, una obra maestra similar o superior a Cien años, pero sorprendió tardíamente y sin oportunidad de revelarse a las palabras o las trompadas por su prematura muerte. Pero Cepeda no tenía un proceso, no tenía un plan, no tenía un método sobre el cual basarse para trabajar y mucho menos para publicar, por lo cual esas expectativas fueron más que infundadas, ridículas. A pesar de ellas el libro, con su gringa de pelo de oro, se sostiene solo en su rebeldía y su originalidad, permitiéndole a su autor, apoyado en sus posibilidades técnicas y narrativas apropiadas de las norteamericanas y del cine, contar de manera persuasiva y auténtica la vida de los hombres del caribe colombiano y transmitir una  manera singular de ver y entender el mundo, alejada e incompatible con los moldes generalizados de la Bogotá retórica, seria, grave, aburrida, elitista, académica y recurrentemente ajena a las manifestaciones auténticas de la cultura popular.

Finalmente, aunque no es así cronológicamente, en La Casa Grande, novela que el año pasado cumplió 50
años en la trastienda de nuestra literatura, Cepeda Samudio, termina imponiendo una verdad poética por encima de la verdad histórica oficial, antes de los trenes interminables repletos de muertos, como bananos, que iban a parar al mar de García Márquez. Su novela se opone a la historia, como de distintas formas lo han hecho muchas otras, al proponer varias voces que presentan los sucesos, desde adentro, desde lo vivido y sentido, desde lo recordado,  abriendo un diálogo en el cual se explora en lo sucedido, no mostrado (En esta historia no se dispara una sola bala y no muere nadie. Sólo un soldado usa una bayoneta contra un campesino y este no lo llena de sangre, sino de mierda.), no hecho patente más allá de las alusiones de los propios participes que, por lo demás, constituyen un amplio espectro de voces que van configurando una creíble proposición poética, mucho menos ficticia que las versiones oficiales de la historia que proponen una lectura presuntamente diacrónica de los acontecimientos, pretendiendo imponer una verdad que, recurrentemente termina siendo más alejada de la realidad, de lo que ha perdurado en el alma y en el recuerdo de los implicados. Sus víctimas.

En la casa grande se explora la dimensión humana de los protagonistas de la historia, mediante una multiplicidad de enfoques, visiones y voces que, en medio de sus diálogos, muchas veces contrapuestos, personificando la posición oficial y autoritaria y la subversiva de los que no se adaptan a esos dictámenes, ponen de relieve las tensiones existentes entre los mismos soldados enviados en comisión, los habitantes de la casa entre sí y de estos con el pueblo, confrontando sus distintas visiones y estas con la visión oficial histórica, controvirtiéndola, socavándola, desmintiéndola sin silenciarla. Relegándola si, aun segundo o tercer plano, constituyéndose en un manifiesto del triunfo de las voces que no pudieron ser acalladas por el decreto y las balas del gobierno y la United Fruit Company. La Casa es, a la vez, el recinto familiar y el país, que han sido sacudidos por la violencia y, también, la herramienta oportuna para abordar y recuperar un momento trascendental de nuestra historia que el olvido, como doctrina sistemática oficial, impone a como dé lugar, configurándose al pasar del tiempo, quizá sin intención del autor, en una interpelación para nuestra novelística en cuanto a herramienta creativa de abordaje de la historia, para re-crearla, re-significarla y re-situarla en un lugar de privilegio en la memoria individual de este país sin memoria, al cual le faltan, entre otras, la Novela del desplazamiento y todas sus aberrantes causas y consecuencias, más allá de la narco novela y narco estética a la que nos tienen acostumbrados tanto autores como medios de desinformación.

jueves, 14 de marzo de 2013

DEL CLIENTELISMO DE LINCOLN Y EL DE URIBE



Si bien, la más reciente película del aclamado director Steven Spielberg es – por muchas razones – una gran obra, no pretenderé hacer, en lo siguiente, consideración alguna acerca de la cinematografía del filme: Lincoln, cinta que le mereció su tercer premio Oscar como mejor actor principal al británico Daniel Day – Lewis; pues no sería, la mía, la opinión más experta en este campo. Sólo anotaré, del tratamiento dado a la historia en el filme, que me sentí inconforme con la evasión de la trama de la conspiración para el asesinato del presidente y los hechos del crimen en sí. Esperaba que, con toda la fuerza narrativa, la belleza de los diálogos y la fotografía del filme, se mostrara la venenosa y retorcida madeja que tejieron los odios desmesurados de los que fue objeto el 16to presidente de los E.E.U.U luego de proclamar la emancipación de los esclavos en enero 1863 y la aprobación de la 13ra enmienda en enero de 1865. A pesar de mi inconformidad, dejar este tema – determinante en la transición del Lincoln histórico y rabiosamente controvertido, en peligro de perpetuarse como el propiciador y prolongador del más sangriento conflicto de la unión, hasta entonces, al Lincoln mítico, fundacional del espíritu humano, incontrovertible. Sobrehumano. – reducido a un escueto y poco dramático anuncio en el proscenio del teatro Grovers durante una pausa de una representación de Aladino, sin siquiera nombrar a los conspiradores y al asesino, quizá tenga la intención de acabar de darles el lugar que terminaron mereciendo en la historia norteamericana, contraria a su pretensión de hacerse héroes de la confederación y la nación, al desaparecer a quienes ellos consideraban un tirano.

Bien, dejando de lado el filme como tal, comentaré acerca del “acto de corrupción llevado a cabo por el hombre más puro en Norteamérica, para lograr la más alta conquista del siglo XIX”, parafraseando un comentario del senador Thadeuss Stevens. El señor Lincoln, como lo muestra la película, se sirvió del clientelismo para lograr su objetivo de abolir la esclavitud mediante la 13ra enmienda. El señor Uribe se sirvió, a su vez, del clientelismo para asegurarse el trámite la reforma que aprobaría su reelección. En ambos casos, las mayorías necesarias en el legislativo para su aprobación, no estaban garantizadas y los medios empleados por ambos gobernantes para lograrlo fueron muy parecidos en su forma que, no faltará el uribista que pretenda justificar con ello la actuación del susodicho.
Al juzgar este procedimiento, como muchos otros actos, sino todos los de un jefe de gobierno, puede ser rechazado o justificado dependiendo de la manera en que se aborde. Lo que no cabe admitir es la comparación entre los fines buscados en cada uno de los casos y llegar a reclamar por el tratamiento – tan distinto - dado a  la persona de cada uno de los ex presidentes nombrados. Faltaba más. Empecemos a preguntarnos por la validez de la opción de comprar votos para alcanzar la aprobación de un acto legislativo. ¿Es legal? No. Ni en al Norteamérica de Lincoln, ni en la Colombia de Uribe. Por tanto, de lo que más deben cuidar los clientelistas es de no ser descubiertos para evitar los rigores de la ley o, en su defecto, como es corriente en Colombia, prolongar, aumentar, ramificar y demás, la corruptela, para eludir el peso de la ley. ¿Es correcto? Depende de la forma como se mire. Acogiéndonos al principio Maquiavélico de que, en virtud del fin, se justifican los medios, se pueden validar éste y muchos otros procedimientos políticos. Sin embargo, esta validación no estima como correcto o incorrecto el procedimiento al no ser una consideración moral del asunto, sólo una descripción general del proceso. La moral puede no ser única e invariable, de acuerdo a la cultura en la cual se analice. En nuestro caso, en la cultura occidental, la moral tradicional es la cristiana y, en concordancia con su visión, el engaño, la componenda y la perfidia, el clientelismo y las demás corrupciones son incorrectas. Sin embargo, si nos atenemos al principio adoptado por la iglesia católica de que, de dos males, el menor, podríamos, sin objeciones, el clientelismo en busca de abolir la esclavitud. No creo que haya, pues, quien considere lo contrario o, acaso, ¿Es preferible conservar es rectitud en las formas de trámite de una enmienda constitucional que reivindicar la dignidad y el respeto que merecían y merecen millones de marginados? En este caso, siguiendo con otro señalamiento hecho por Maquiavelo, deponer las concepciones personales – así sea de manera parcial -, para alcanzar el bien general es indicativo de una adecuada gestión del gobernante. Aunque, hay que decirlo, el presidente Lincoln se traiciona a sí mismo, un poco, para alcanzar no sólo un bien común, sino un interés personal – muy superior al interés reeleccionista – y la legalización de un principio  más elevado, cambiando el rumbo de la historia. En virtud de su fin último, el clientelismo de Lincoln, Seward y compañía, fue blanqueado en el inconsciente colectivo y la historia de su nación y la humanidad.

En nuestra Colombia, la actual y la histórica, el clientelismo ha sido una práctica común y corriente entre nuestros dirigentes sin que, hasta donde recuerdo, ésta práctica haya sido empleada ni una sola vez en busca de un bien superior que afecte a la gran mayoría de la población, sino todo lo contrario. Quizá, sólo quizá, puedan escapar a esto los próceres. Y, entonces, ¿qué del clientelismo de la era Uribe? Acá nos encontramos con el hecho de que, por más que el señor del Ubérrimo creyera que era y es la salvación de nuestro país, su fin último no era ni es ningún bien superior para la mayoría del país. La posible comparación o correspondencia entre las actuaciones de los dos ex presidentes sólo llega hasta el punto del procedimiento usado para asegurarse las mayorías necesarias en el legislativo. A Mr. Lincoln se le acusaba de tirano, a pesar de haber logrado su presidencia –en ambos periodos constitucionales – mediante el voto popular y no endilgarse poderes desmesurados incluso en plena guerra de secesión y el señor Uribe se autoproclama como un demócrata, dando más muestras de tiranía que de democracia en sus actuaciones gubernamentales. Asumiendo la hipótesis de que Mr. Lincoln fuera un tirano es preferible, para mi gusto, un tirano sopesado, consecuente con su realidad y con las necesidades de sus gobernados, ecuánime, abolicionista y que no actúe en detrimento de muchos sino a favor de todos y no un demócrata grandilocuente, temerario, intimidador y con ínfulas mesiánicas. En Colombia no vivimos una auténtica democracia, ni nos representan, en general, los miembros del poder público. En una sociedad plenamente democrática, sus miembros deben tener garantizado, ante todo, su derecho a la libre expresión, de desarrollo de su personalidad y de disentimiento ante el estado oficial de las cosas. En Colombia, esto no es posible. ¿A cuántas personas no se cierran las puertas del mundo laboral si se declara abiertamente homosexual? ¿A cuántos no se reprime y discrimina, en los mejores casos, si se opone y expresa, abiertamente, su contradicción, sus reparos y sus denuncias frente al establecimiento? A los miembros de la “democrática” sociedad colombiana les corresponde adaptarse y/o camuflarse para no ser segregados en esta sociedad que se ufana de garantizar, en el papel, los derechos fundamentales de sus miembros. Todo esto, perpetuado y retorcido por medio de las componendas clientelistas de nuestros dirigentes. Clientelistas Lincoln y Uribe, comparables, no.