Si
bien, la más reciente película del aclamado director Steven Spielberg es – por
muchas razones – una gran obra, no pretenderé hacer, en lo siguiente,
consideración alguna acerca de la cinematografía del filme: Lincoln, cinta que
le mereció su tercer premio Oscar como mejor actor principal al británico
Daniel Day – Lewis; pues no sería, la mía, la opinión más experta en este
campo. Sólo anotaré, del tratamiento dado a la historia en el filme, que me
sentí inconforme con la evasión de la trama de la conspiración para el
asesinato del presidente y los hechos del crimen en sí. Esperaba que, con toda
la fuerza narrativa, la belleza de los diálogos y la fotografía del filme, se
mostrara la venenosa y retorcida madeja que tejieron los odios desmesurados de
los que fue objeto el 16to presidente de los E.E.U.U luego de proclamar la emancipación de los esclavos
en enero 1863 y la aprobación de la 13ra
enmienda en enero de 1865. A pesar de mi inconformidad, dejar este tema –
determinante en la transición del Lincoln histórico y rabiosamente
controvertido, en peligro de perpetuarse como el propiciador y prolongador del
más sangriento conflicto de la unión, hasta entonces, al Lincoln mítico,
fundacional del espíritu humano, incontrovertible. Sobrehumano. – reducido a un
escueto y poco dramático anuncio en el proscenio del teatro Grovers durante una
pausa de una representación de Aladino, sin siquiera nombrar a los
conspiradores y al asesino, quizá tenga la intención de acabar de darles el
lugar que terminaron mereciendo en la historia norteamericana, contraria a su
pretensión de hacerse héroes de la confederación y la nación, al desaparecer a
quienes ellos consideraban un tirano.
Bien,
dejando de lado el filme como tal, comentaré acerca del “acto de corrupción
llevado a cabo por el hombre más puro en Norteamérica, para lograr la más alta
conquista del siglo XIX”, parafraseando un comentario del senador Thadeuss
Stevens. El señor Lincoln, como lo muestra la película, se sirvió del
clientelismo para lograr su objetivo de abolir la esclavitud mediante la 13ra
enmienda. El señor Uribe se sirvió, a su vez, del clientelismo para asegurarse
el trámite la reforma que aprobaría su reelección. En ambos casos, las mayorías
necesarias en el legislativo para su aprobación, no estaban garantizadas y los
medios empleados por ambos gobernantes para lograrlo fueron muy parecidos en su
forma que, no faltará el uribista que pretenda justificar con ello la actuación
del susodicho.
Al
juzgar este procedimiento, como muchos otros actos, sino todos los de un jefe
de gobierno, puede ser rechazado o justificado dependiendo de la manera en que
se aborde. Lo que no cabe admitir es la comparación entre los fines buscados en
cada uno de los casos y llegar a reclamar por el tratamiento – tan distinto -
dado a la persona de cada uno de los ex
presidentes nombrados. Faltaba más. Empecemos a preguntarnos por la validez de
la opción de comprar votos para alcanzar la aprobación de un acto legislativo.
¿Es legal? No. Ni en al Norteamérica de Lincoln, ni en la Colombia de Uribe.
Por tanto, de lo que más deben cuidar los clientelistas es de no ser
descubiertos para evitar los rigores de la ley o, en su defecto, como es
corriente en Colombia, prolongar, aumentar, ramificar y demás, la corruptela,
para eludir el peso de la ley. ¿Es correcto? Depende de la forma como se mire. Acogiéndonos
al principio Maquiavélico de que, en virtud del fin, se justifican los medios,
se pueden validar éste y muchos otros procedimientos políticos. Sin embargo,
esta validación no estima como correcto o incorrecto el procedimiento al no ser
una consideración moral del asunto, sólo una descripción general del proceso.
La moral puede no ser única e invariable, de acuerdo a la cultura en la cual se
analice. En nuestro caso, en la cultura occidental, la moral tradicional es la
cristiana y, en concordancia con su visión, el engaño, la componenda y la
perfidia, el clientelismo y las demás corrupciones son incorrectas. Sin
embargo, si nos atenemos al principio adoptado por la iglesia católica de que,
de dos males, el menor, podríamos, sin objeciones, el clientelismo en busca de
abolir la esclavitud. No creo que haya, pues, quien considere lo contrario o,
acaso, ¿Es preferible conservar es rectitud en las formas de trámite de una
enmienda constitucional que reivindicar la dignidad y el respeto que merecían y
merecen millones de marginados? En este caso, siguiendo con otro señalamiento
hecho por Maquiavelo, deponer las concepciones personales – así sea de manera
parcial -, para alcanzar el bien general es indicativo de una adecuada gestión
del gobernante. Aunque, hay que decirlo, el presidente Lincoln se traiciona a
sí mismo, un poco, para alcanzar no sólo un bien común, sino un interés
personal – muy superior al interés reeleccionista – y la legalización de un
principio más elevado, cambiando el
rumbo de la historia. En virtud de su fin último, el clientelismo de Lincoln,
Seward y compañía, fue blanqueado en el inconsciente colectivo y la historia de
su nación y la humanidad.
En
nuestra Colombia, la actual y la histórica, el clientelismo ha sido una
práctica común y corriente entre nuestros dirigentes sin que, hasta donde
recuerdo, ésta práctica haya sido empleada ni una sola vez en busca de un bien
superior que afecte a la gran mayoría de la población, sino todo lo contrario.
Quizá, sólo quizá, puedan escapar a esto los próceres. Y, entonces, ¿qué del
clientelismo de la era Uribe? Acá nos encontramos con el hecho de que, por más
que el señor del Ubérrimo creyera que era y es la salvación de nuestro país, su
fin último no era ni es ningún bien superior para la mayoría del país. La
posible comparación o correspondencia entre las actuaciones de los dos ex
presidentes sólo llega hasta el punto del procedimiento usado para asegurarse
las mayorías necesarias en el legislativo. A Mr. Lincoln se le acusaba de
tirano, a pesar de haber logrado su presidencia –en ambos periodos
constitucionales – mediante el voto popular y no endilgarse poderes
desmesurados incluso en plena guerra de secesión y el señor Uribe se autoproclama
como un demócrata, dando más muestras de tiranía que de democracia en sus
actuaciones gubernamentales. Asumiendo la hipótesis de que Mr. Lincoln fuera un
tirano es preferible, para mi gusto, un tirano sopesado, consecuente con su
realidad y con las necesidades de sus gobernados, ecuánime, abolicionista y que
no actúe en detrimento de muchos sino a
favor de todos y no un demócrata grandilocuente, temerario, intimidador y
con ínfulas mesiánicas. En Colombia no vivimos una auténtica democracia, ni nos
representan, en general, los miembros del poder público. En una sociedad
plenamente democrática, sus miembros deben tener garantizado, ante todo, su
derecho a la libre expresión, de desarrollo de su personalidad y de
disentimiento ante el estado oficial de las cosas. En Colombia, esto no es
posible. ¿A cuántas personas no se cierran las puertas del mundo laboral si se
declara abiertamente homosexual? ¿A cuántos no se reprime y discrimina, en los
mejores casos, si se opone y expresa, abiertamente, su contradicción, sus
reparos y sus denuncias frente al establecimiento? A los miembros de la
“democrática” sociedad colombiana les corresponde adaptarse y/o camuflarse para
no ser segregados en esta sociedad que se ufana de garantizar, en el papel, los
derechos fundamentales de sus miembros. Todo esto, perpetuado y retorcido por
medio de las componendas clientelistas de nuestros dirigentes. Clientelistas
Lincoln y Uribe, comparables, no.
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