Por: Juan Gossain Abdala y Daniel Samper Pizano
Comenzamos por
advertir que, a pesar de las pesquisas adelantadas, no hemos podido encontrar
un antecedente colombiano que avale nuestra decisión de ingresar a la Academia
Colombiana de la Lengua en una ceremonia unitaria, lo que en el lenguaje de la tauromaquia
se conoce como una faena al alimón.
Pero, en cambio,
en nuestro propósito de justificar esta conducta heterodoxa, no podemos menos
que recordar una jurisprudencia oratoria tan ilustre, mucho más que el caso
nuestro, naturalmente, como fue aquella conferencia a cuatro manos que Federico
García Lorca y Pablo Neruda ofrecieron en la primavera de 1933 en el Pen Club
de Buenos Aires sobre Rubén Darío, "padre y maestro", como bien lo
invocó Jorge Guillén, relator del episodio.
Tres afinidades
entre nosotros dos, académicos en agraz, explican la singular ceremonia a que
ahora asistimos. En primer término, el hecho de haber sido elegidos de manera
simultánea para esta distinción que nos enorgullece y que sólo se puede
entender gracias a la generosidad de aquellos que a partir de hoy empezaremos a
llamar "colegas", con cierta timidez virginal. En segundo lugar,
nuestra común condición de contemporáneos, congéneres y periodistas, vale
decir, pares en los años, el sexo y el oficio. Pero, además, y por encima de
todas esas consideraciones preliminares, la amorosa coincidencia de nuestra
pasión por la música costeña de acordeón, parte de la cual se conoce hoy
llanamente como vallenato.
Los trovadores y juglares que compusieron o interpretaron los merengues, paseos,
puyas y sones a lo largo del Caribe colombiano, de pueblo en pueblo, y a lomo
de mula, constituyen nuestro propio mester de juglaría, del mismo modo como sus
primeros antepasados castellanos nos legaron el venerable acopio del que nacen
la poesía y el romance en nuestra lengua. De ellos dijo bellamente Meira del
Mar que eran "rapsodas, aedas, trovadores, andariegos de la tierra,
portadores en sus alforjas del mensaje del espíritu".
Lo que nos
proponemos demostrar en este acto es que, en el fondo de las tradiciones
vallenatas, tan entrañables para el pueblo colombiano, existe una herencia de
noble estirpe que viene desde los orígenes de nuestra más auténtica poesía.
Siete siglos después de don Gonzalo de Berceo, quien se proclamó "trovador
de la Virgen", irrumpen en el norte de Colombia las mismas circunstancias,
similar inspiración, el amor invencible por la palabra y hasta idénticas
expresiones del pueblo que buscaba su manera de manifestarse. La palabra, otra
vez, había roto las barreras de la geografía, de la distancia, del tiempo y del
espacio, pero no el cordón umbilical que la une con el idioma.
Son casi tan incontables como admirables los grandes autores españoles que han
reconocido la deuda que tiene contraída nuestra literatura con aquellos juglares
medievales: Manuel Milá y Fontanals, Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón
Menéndez Pidal, Emilio García Gómez, Manuel Alvar y Francisco Rico, entre
otros. A su turno, algunos escritores colombianos --García Márquez, el primero
de todos-- han intentado hacerle un abono, que después de "Cien años de
soledad" ya no se puede llamar precario, a la acreencia que la cultura de
este país mantiene con los trovadores populares de nuestro suelo y de nuestro
tiempo. No hay duda de que esta reunión que hoy nos congrega es el homenaje que
la Academia de la Lengua, con su hospitalidad generosa, rinde a nuestros poetas
descalzos.
En rigor histórico habría que decir, a diferencia del texto bíblico, que en el
principio de la creación juglaresca no fue el verbo, sino la música. No en vano
García Lorca, ese gran músico y poeta, recordó en su ensayo magistral sobre don
Luis de Góngora que en aquellas canciones populares los trovadores recogían
"desde las serranas de Ávila hasta la voz de los rufianes en las tabernas
y las quejas de las plebeyas burladas por sus amantes".
Poesía juglaresca y música nacieron, pues, unidas. Las dificultades existente
entonces para fijar la música por escrito o en grabación han hecho que muchos
historiadores olviden la noción de que esos poemas llevaban un acompañamiento
musical. Se trataba más que todo de una monodia interpretada con laúd, cítara,
lira o rabel. Quienes no conocen bien el vallenato dicen, precisamente, lo
mismo de su música, y llegan al extremo de llamarla monocorde. Está claro que
nunca oyeron un paseo de Julio Erazo.
En cambio, el sencillo registro de las letras en cancioneros -como los
provenzales y catalanes del siglo 13 y el castellano de Juan Alfonso de Baena
en el 15- permitió que los textos se perpetuaran sin dificultad en nuestra
tradición literaria. Lo cual, insistimos, no debe hacernos olvidar que esa
tradición, tanto en el medioevo español como en los siglos recientes de
Colombia, es eminentemente oral y se expresa en las coplas campesinas
santandereanas, los joropos casanareños, los cantos de vaquería de Bolívar, los
gritos de monte sinuanos, las décimas de tronco y rama que hoy siguen cantando
rústicos juglares como María de los Santos Solipá, Cristóbal José Petro o Juan
Doria Durango en los caminos del Sinú.
Ante la miopía de la crítica literaria que desconoce el valor de la música,
observa el estudioso francés Henri-Irenée Marrou: "Admiro la tranquilidad
de conciencia de esos graves eruditos que han consagrado largos años y gruesos
volúmenes a la poesía lírica de los trovadores sin otorgar atención a su
música". Así lo afirma también Menéndez Pidal en su excelente historia de
la poesía juglaresca, cuando dice: "el canto público fue la única
literatura que existió en los idiomas románicos, antes de que la masa cerrada
de los escritores latinizantes llegase a percibir que la lengua de los cantores
profanos o religiosos podía ser un instrumento digno de asuntos literarios más
doctos".
El mester de juglaría, entonces, nace cantando; y orando nace el de clerecía.
Solo a mediados del siglo 14, según nos advierten Carlos Alvar, José Carlos
Mainer y Rosa Navarro, empiezan a apartarse en el castellano la música y la
letra, y surgen "las primeras composiciones poéticas destinadas a la
lectura y no al canto". A fin de no incurrir en el mismo pecado, hemos
procurado que esta noche versos y notas permanezcan vinculados íntimamente.
Ello explica la extraña presencia en este paraninfo de acordeones, guacharacas
y cajas vallenatas.
Queremos agradecer de todo corazón la amable comparecencia de los Reyes del
Acordeón Gonzalo El Cocha Molina y Alvaro Meza, y de los cantantes Ivo Díaz y
Penchi Castro. A Molina lo acompañan en la caja el legendario Pablito López y
en la guacharaca Alberto Castilla. A Meza, respectivamente, José Miguel Herrero
y Edgar Romero. Si nos permiten la licencia, y dicho con el mayor respeto,
ellos son los equivalentes, en su exigente mester, a don Miguel Antonio Caro y
don Rufino José Cuervo.
Para que este solemne recinto los conozca, les hemos solicitado que interpreten
uno de los más antiguos cantos vallenatos. Se trata de "El amor
amor", obra popular y más que centenaria, de autor anónimo y múltiple.
Estamos seguros de que el querido maestro José Antonio Rey León habría podido
explicar el vetusto origen español de algunas de estas coplas.
Muy distinta a la vallenata era la música medieval, por supuesto. De las
lenguas de España, la más rica en esta tradición, la que produjo una
constelación de trovadores y juglares célebres -entre ellos los famosos Giraut
de Bornel y Alfonso el Trovador-- fue la catalana, como lo acreditan un corpus
importante de 2.500 poemas y varias decenas de partituras primitivas,. Decía
don Ramón Vinyes, aquel famoso sabio que contagió de literatura al Grupo de
Barraquilla y pasó a la leyenda como personaje de Cien años de soledad:
"Cuando los ingleses comían carne cruda, nosotros, en Cataluña, teníamos
más de trescientos trovadores".
Las afirmaciones que hacemos nos imponen la carga de la prueba. Por ello, y
apenas como un ejemplo de la melodía que acompañaba a los poemas juglarescos
catalanes, hemos traído esta noche una grabación que corresponde a "Can
vei la lauzeta mover", compuesta a fines del siglo 12. Es una canción del
lemosín Bernart de Ventadorn, que fue maestro de trovadores en España y amante
de doña Leonor de Aquitania hasta que se la quitó el rey Enrique II de
Inglaterra: eran los tiempos del amor cortés, pero lo cortés no quitaba a nadie
lo valiente. Esta canción de Ventadorn inspiró a Dante Aligheri la primera
estrofa del Canto Segundo de El Paraíso. Será una audición brevísima para
alimentar la curiosidad de la platea. Oigamos, pues, un mínimo fragmento de
"Cuando veo la alondra mover las alas de la alegría."
AQUÍ BREVE AUDICION DE "Can veta la lauzeta mover" (Menos de 1
minuto)
Los cantores catalanes fueron la vía a través de la cual llegó a España el más
articulado y reconocido mester de juglaría medieval, el provenzal, procedente
del sur de Francia . Juglares y juglaresas, trovadores y trovadoras,
ministrales y segreres florecieron en Yugoslavia, Alemania (los célebres Minnesängen),
Italia ---donde Francisco de Asís se proclamaba "juglar de Dios"-- y
aun antes, en el mundo árabe, al cual debe tanto la primera aurora de nuestra
poesía. En sus hombros viajaron la crónica de acontecimientos, los mensajes de
amor, las historias tiernas y los relatos graciosos.
A propósito de trovadoras, debemos reconocer que en materia de sexo era más
abierto a la participación y la competencia de las mujeres la juglaría medieval
que sus herederos vallenatos. En aquellos tiempos Leonor de Aquitania, tan
célebre y tan bella, no solo era la musa de Bernardt Ventadorn, como queda
dicho, sino también compositora, y la condesa de Día, a pesar de estar unida en
matrimonio al trovador Guilhem de Peitieu, dedicaba encendidos cantos de amor
al juglar Raimbaut d'Aurenga.
La historia reconoce que los provenzales condujeron la juglaría a sus más
elevadas cumbres, y desde esas alturas proyectaron su influencia sobre la
vecina y a veces inseparable Cataluña, al occidente ibérico -la región galaico
portuguesa-y, por último, al centro de la península. Buena parte de la temática
de la poesía popular --verbigracia, el amor de Corte y el cantar de gesta--,
así como las características de sus expositores, aparecen ya definidas a
comienzos del siglo 12.
Mencionemos algunas. El trovador componía, y el juglar interpretaba, y, por su
aporte creativo, el primero se hallaba varios peldaños por encima del segundo,
no solo en la rígida escala social de la época, sino en la consideración de su
arte. Giraldo Riquier de Narbona es uno de los que insiste ante el rey Alfonso
X el Sabio, el de las cántigas o cantigas, para que se prohibiese en la corte
denominar juglares a los trovadores. Una característica adicional: algunos
trovadores escribían para que sus cantos fuesen interpretados solo por
determinados juglares.
Con el transcurso del tiempo y el suceso de sus composiciones, los trovadores,
no esquivos a la gloria, optaron por incorporar ocasionalmente su nombre a los
versos de la obra. Igual han hecho los vallenatos, cuando nos cuentan que
"yo soy José Antonio Serna", que "Adolfo Pacheco Anillo aquí
viene a saludarte", que "Gustavo Gutiérrez canta" o que
"este paseo es de Leandro Díaz, pero parece de Emilianito". Con ello
buscaban antiguamente sobreaguar en el mar anónimo que consumió a muchos de
estos cantos, y en los tiempos actuales la inclusión del autor persigue,
además, evitar la burla a sus derechos intelectuales.
Una característica más es que los juglares solían meter mano en los poemas del
trovador, hasta el punto de que, al cabo, algunos cantos se hacían casi
irreconocibles y corresponde hablar de una autoría final colectiva. Por
añadidura, el trovador podía permanecer en su castillo o en su corte, pero era
esencial a la naturaleza del juglar el movimiento, la traslación de aldea en
aldea, donde cantaba y aprendía. Todo lo anterior se repite en la juglaría
vallenata.
Hemos mencionado el verbo aprender, y resulta interesante decir algo más
respecto a la manera como poco a poco empiezan a sugir cánones formales en lo
que era una manera libérrima y espontánea de cantar. No hay arte que no demande
unas leyes, que no desarrolle unas pautas para hacer las cosas más bellas o más
difíciles, y al cabo del tiempo también la materia prima de la juglaría
desarrolló sus propias normas. Ramón Vidal de Besaduc publicó sus Reglas del
trovar, por lo que el Marqués de Santillana tuvo a bien calificarlo de
"omne assaz entendido en las artes liberales e grande trobador".
Luego las completó el monje negro Jofré de Moxá y en 1423 el castellano Enrique
de Villena publicó El arte de trovar, mientras que don Juan de la Enzina nos
explicó doctamente "la diferencia que hay entre poeta y trovador".
También el
mester de juglaría vallenata tiene sus normas, y nadie las ha expuesto mejor
que Leandro Díaz en su merengue "El bozal", donde explica cómo este
ritmo y su métrica rigurosa constituyen el cedazo de los malos trovadores. Ivo
Díaz, hijo del gran compositor, nos cuenta las reglas del "bel
trovar" según su padre.
Las
peculiaridades provenzales se repiten en el mester de juglaría español durante
los dos o tres siglos siguientes. Pero lo asombroso, como venimos diciendo, es
que volvemos a encontrarlas en América a partir del siglo 16 y se prolongan,
ahora con éxito comercial formidable,
en los juglares de nuestra música vallenata. Tanto entonces como ahora, resulta
imposible imaginar a los grandes juglares sino en permanente movimiento. Consta
que los medievales recorrían grandes tramos de Europa.
En cuanto a los del litoral colombiano, oigan ustedes lo que contó a un
periodista Alejo Durán, el gran cantor de El Paso, que a la sazón pertenecía al
departamento del Magdalena y hoy forma parte del Cesar: "Casi siempre
andábamos mal andados por los caminos de esa época, que eran muy pesados.
Muchas veces ni los burros ni los caballos querían andar. Cuando uno salía en
correduría, sabía cuándo se iba pero no cuándo regresaba".
El amor fue tema central de los trovadores y juglares entre los siglos once y
catorce, y sigue siéndolo en los cantos que componen e interpretan los del
folclor del Valle de Upar, el río Magdalena y las sabanas bolivarenses. Eso
así, cada quien lo siente y expresa a su manera. Hace setecientos años, el
caballero enamorado prometía seguir a su amada en un brioso corcel hasta el fin
del mundo. Ahora, Calixto Ochoa anuncia a su querida Diana que está dispuesto a
convertirse en un submarino para buscarla en el mismísimo fondo del mar.
Oigamos esta desesperada canción de amor trovadoresca, interpretada por Alvaro
Meza y cantada por Penchi Castro:
De modo, pues, que transido de amor y en ambiente de correduría, surge el canto
popular castellano, que es como decir la poesía popular castellana, que es como
decir la poesía castellana. En otros términos: la literatura española. O, en
mejores palabras, nuestra literatura.
Según algunos autores, El cantar de Mio Cid, poema insignia de las letras
hispánicas, nació para ser difundido por la tradición oral de los juglares ante
los auditorios rústicos. No es distinto el propósito de "El amor
amor", aquel vallenato que hace pocos minutos alegró los adustos bronces
de esta ilustre casa. Muchos cantares de gesta y numerosos romances tuvieron
igual origen e igual destino. Faltando epopeyas que relatar, la crónica
vallenata ha sido mucho más cotidiana y lugareña.
¿Qué hechos relataban los juglares colombianos en sus corredurías? Pues
aquellos que eran fuente de sorpresa, tristeza o alegría en otros rincones de
la región. Podía tratarse de la fuga de una muchacha con su novio, de la llegada
de un personaje curioso, del fallecimiento de algún amigo o, incluso, de un
robo memorable. De ahí que el gran Rafael Escalona haya dicho alguna vez, en
precisa definición, que "el vallenato, como el bostezo, se transmitió de
boca en boca". En relación con Escalona y robos históricos, es este el
tema, justamente, de "La custodia de Badillo", una risueña crónica
del gran trovador patillalero (SI ESTÁ EN EL SALON, SALUDARLO). Aquí lo canta
Penchi Castro con el acordeón de Alvaro Meza.
http://www.youtube.com/watch?v=UQNjn_UbhBc
Cada
tiempo determina el alcance y contenido de su propia crónica, desde las
llanuras manchegas hasta Badillo. Pero las similitudes no solo residen en la
poesía de alcance épico, sino también en las canciones llenas de gracia y de
picardía. No podría citarse mejor ejemplo en ese campo que Juan Ruiz,
arcipreste de Hita por vocación, y juglar religioso o goliardo por afición. Según
palabras de Menéndez Pidal, "escribió muchas cánticas para toda clase de
juglares y en especial para escolares que andan nocherniegos". Todas sus
obras de juglaría se perdieron, pero nos quedó uno de los mayores tesoros de
nuestra literatura: el Libro del Buen Amor. En una de sus páginas se encuentra
la descripción de un festín de instrumentos, olores, colores y amores que con
pocos cambios podría leerse como la crónica de una parranda en un patio de
Valledupar.
No nos extendemos en más detalles sobre la influencia de la juglaría en la
temprana literatura española, pero puede decirse que toca desde el mester de
clerecía -con su árida métrica de la cuaderna vía y su tonto desdén por los
juglares, según lo atestigua El Libro de Alexandre-- hasta las más populares
formas de crónica cantada y trashumante, como los famosos cantares de ciego,
que aún sobreviven en algunas ferias aldeanas de España. Cómo dejar de
observar, a este respecto, que varios de nuestros más notables trovadores y
juglares costeños son ciegos, empezando por el inmortal Leandro Díaz y su
gemelo Urbano, y prosiguiendo con Alcides Manjarrés y su hermano, grandes
copleros e improvisadores; o Lucy González, que pasó a la historia como
"la cieguita de Ciénaga de Oro". En la cultura citadina colombiana
todavía es típico, a pesar de los Tansmilenios, los colectivos y los
ejecutivos, el pobre ciego que canta en el bus.
Como lo era, aunque pleno de vista y a principios del siglo XX, el trovador y
juglar bolivarense Jorge Sobrino Caro, a quien el periodista Aníbal Esquivias
Vásquez definió como "un cronista musicalizante" que interpretaba con
su guitarra "millares de crónicas rimadas de las cosas de Cartagena".
O como lo fueron los cultores caribes de la décima, aquella métrica de rancio
origen español que encontró espléndidos cultores, algunos de ellos analfabetas,
en Toño Fernández, Cico Barón o Julio Gil Beltrán.
A imitación de una gran feria, por el carnaval juglaresco y trovadoresco
medieval desfilan toda suerte de cantores: condes enamorados, taberneras de
rompe y rasga, frágiles poetas, musas pudorosas, frailes goliardos,
humildísimos cazurros, instrumentistas, danzarinas, saltimbanquis, empleados
públicos, mendigos genuinos y de los otros y hasta poderosos patriaarcas. Pues,
como resumió nuestro señor Don Quijote, "todos los más caballeros eran
grandes trovadores".
Es también abigarrado y rico el mundo del trovador y el juglar vallenato, del
cual forman parte por igual el vaquero pero también el dueño de la vaca; el
aparcero y el dueño de la tierra; pastores, , canoeros, músicos de casa dudosa,
acordeoneros de la legua, galleros nómadas, cantoras, guitarristas
trasnochados, grandes señores --como algunos que hoy nos honran con su
presencia-- y, desde hace cuatro o seis lustros, estrellas internacionales del
paseo y el merengue y hasta tratadistas de esa moderna e intricada ciencia que
inventó la inolvidable Consuelo Araújonoguera y que se conoce como
vallenatología.
No
pretendemos decir que entre el mester de juglaría español y el colombiano existe
un paralelo absoluto. Sería absurdo afirmarlo cuando entre ambos fenómenos se
han registrado profundos cambios históricos y una honda revolución tecnológica
en los medios de comunicación. Tampoco se nos podría ocurrir la osadía de
igualar lo que significó aquel para las letras castellanas, a las que propina
el empujón de salida, y lo que representa el vallenato, cuya presencia debe
tasarse más bien en sus aportes a los valores folclóricos y en la creación de
una poesía a la vez popular y tradicional, empleando los términos que definió
Menéndez Pidal en su estudio sobre los romances de América.
Al mismo tiempo, no cabe duda de que la imaginería del canto vallenato ha
contribuido a la creación de ese mundo habitado por episodios maravillosos pero
reales que García Márquez elevó al mito de Macondo. La deuda de nuestro Premio
Nobel con el universo poético, humorístico y fantástico que ya habían empezado
a amasar los cantos vallenatos ha sido reconocida de manera pública y
vehemente. ¿De dónde, si no de esta fuente, toma García Márquez la arcilla para
modelar personajes y episodios que quebrantan risueñamente las leyes naturales
y se acogen a todos los anacronismos sin que nadie se mosquee? De allí que el
propio autor, en un acto de justicia que honra por igual a él y a nuestros
juglares, haya declarado que Cien años de soledad "no es más que un
vallenato de 350 páginas".
En su imaginería aparece un gitano que asombra a Macondo con sus imanes. Pero
podría haber surgido también, por ejemplo, un mago que lee solícito la palma de
las manos a las mujeres y de vez en cuando obra en ellas el prodigio de un
descendiente. Tal es la historia picaresca de "El mago del Copey" que
contó en un paseo del maestro Luis Enrique Martínez. Lo vamos a oír en la versión
de Ivo Díaz y el Cocha Molina
Podríamos seguir enunciando las semejanzas, algunas asombrosas, entre la
juglaría medieval hispánica y la vallenata del último siglo y medio. Sería el
momento de destacar, por ejemplo, el ambiente de mestizaje que propicia el
nacimiento de una y otra. Hace 700 y 800 años España aún conservaba la
influencia cultural de sus antecedentes latinos y góticos, y la mezclaba con
las fuerzas de dominación procedentes de la otra orilla del Mediterráneo. La
costa atlántica, a su turno, se enriquecía con la combinación triétnica
representada por el acordeón europeo, la caja africana y la guacharaca
indígena.
Habría muchas más características comunes entre los dos mundos que comparamos,
como la frecuente tendencia en ambos de encabezar sus poemas con un llamado que
indica su vocación de auditorio, al estilo de "Es una historia que, es una
historia que les voy a referir porque es sentimental" o "Señores, les
vengo les vengo a contar la gente que habita en Tocaimo". También que se
dirigiera a una persona específica, como la "bella Odette" entonces o
el "compadre Ramón" ahora. Pero la prudencia aconseja que empecemos a
recoger velas. Tan solo robaremos un poco más de su paciencia para destacar la
reproducción espontánea de los modelos de canto medievales en el repertorio vallenato.
Era común en aquellas calendas que los músicos populares acudieran a festejar
las grandes ceremonias sacramentales. Así lo refiere el arciprete de Hita
cuando nos informa que "andan de boda en boda clérigos y juglares" y
lo confirma Menéndez Pidal cuando escribe que "la asistencia del juglar a
las bodas era casi tan indispensable como la del cura" y que "también
los bautizos traían derroche de juglares". Debe de ser más que una
casualidad la significación que estos mismos actos tiene en la juglaría
vallenata, hasta el punto de que sobre el tema de los bautizos se han escrito
varias canciones. Una de las más bellas es "El bautizo", son del gran
trovador sanjacintero Adolfo Pacheco. Su interpretación corre por cuenta del
Rey Cocha Molina, Ivo Díaz y sus compañeros.
h
ttp://www.youtube.com/watch?v=HWktFrsQmyc
La muerte no podía ser ajena a los temas de inspiración de los trovadores. Ya
vimos que el coro centenario de "El amor amor" propaga el refrescante
mensaje de que "cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la
muerte". Sin embargo, una vez que la muerte llega con sus golpes
definitivos, el poeta del siglo XV -digan ustedes don Jorge Manrique-y el del
siglo XX ---por ejemplo, Juan Manuel Polo Cervantes-son capaces de convertir su
corazón en elegía. No podría denominarse de otra manera el son que compuso
inclinado ante el dolor que le produce la muerte de su Alicia adorada el
mencionado Polo Cervantes, más conocido como Juancho Polo Valencia.
Los
tratadistas del mester de juglaría catalán denominan "sirventés d'atac"
al canto que dispara dicterios contra un individuo, y las historiadoras Eli
Bofia y Mariona Diumenjó advierten que con frecuencia el zaherido por un
"sirventés d' atac respondía con una diatriba personal de las mismas
características de estrofa, rima y melodía". A este duelo que entonces se
llamó "joc partit", la tradición vallenata lo denomina
"piqueria". Pero es igual. Quizás cuando el gran Emiliano Zuleta
compuso "La gota fría" ignoraba que estaba escribiendo un servintesio
-tal es su nombre castellano- de raigambre casi milenaria.
A modo de despedida suya, "La gota fría" -ese servintesio que dio
lugar a un legendario "joc partit"-- será interpretado por los dos
conjuntos que generosamente han querido acompañarnos esta noche y a los que
reiteramos nuestros sinceros agradecimientos.
Señor director de la Academia Colombiana de la Lengua, estimados colegas de la
entidad, queridos amigos aquí presentes: guardamos la ilusión de creer que,
entre las razones que tuvo la Academia para elegirnos como miembros
correspondientes, figura el interés de dar otras dos sillas al periodismo
colombiano, más que a un par de reporteros en particular. En tal carácter
recibimos este honor, a sabiendas de que los medios masivos de comunicación,
para bien o para mal, ejercen una intensa pedagogía del idioma entre las gentes.
Ayudar a que esa influencia se manifieste en forma positiva es el ministerio
que nos corresponde ahora, en nuestra doble condición de periodistas y
académicos. Seguiremos, pues, defendiendo la lengua común y velando armas al
pie de un gerundio. Es lo mismo que hemos hecho toda la vida, a conciencia
plena de que no somos más que juglares sin música. Es decir, cronistas.
Muchas gracias.