Tradición es la
transmisión, de una generación a otra, de noticias, leyendas, historias,
creencias, costumbres, formas literarias, ideas, estilos, anota el maestro
Octavio Paz [1], empezando a definir al modernismo como una tradición de la
ruptura, en la literatura universal desde la época de los románticos. Definición
que puede tomarse sin ninguna dificultad para definir una tradición donde no la
haya o respaldar a alguna que, por una u otra razón, no sea tenida como tal.
Cosa que, precisamente, abordo en adelante: una tradición literaria que nace a
partir de una tradición de cantos populares juglarescos en el caribe
colombiano, principalmente de la música conocida como vallenata. En este
sentido está articulado el discurso de ingreso de Gossain y Samper a la
Academia Colombiana de la Lengua en 2004 [2]; en el cual comparan a los
juglares de la edad media con los cantores vallenatos de la costa norte
colombiana; sin llegar, sin embargo, a proponer este mester de juglaría
colombiano como una tradición literaria.
En
el caso de las formas literarias, como en muchos otros aspectos culturales, en
Colombia, la tradición ha sido impuesta por unos reducidos y excluyentes
círculos que se han autoproclamado portadores y depositarios de la verdad y la
belleza que, por lo demás, han sido extranjeras o extranjerizantes. Desde los
círculos literarios capitalinos, principalmente, atendiendo a sus cultas formaciones, se ha acostumbrado a
llamar a las expresiones que se refieren a los temas locales, sobre todo de las
regiones o provincias, como literatura costumbrista. Término empleado de manera
despectiva, para referirse a esas formas literarias distintas a las bogotanas y
arraigadas en lo propio y más próximo, alejándose de lo europeo, norteamericano
u oriental exótico, que es lo que, históricamente, se ha considerado válido,
bello y culto por los intelectuales de la pretendida Atenas suramericana.
¿Costumbristas los escritores de las provincias colombianas? ¿Tomaba, acaso,
Hamlet aguardiente antioqueño o ron viejo de caldas? ¿Montaban Don Quijote y
Sancho en las llanuras del Orinoco o el desierto de La Guajira? ¿Servían a
Pantagruel sancocho trifásico, ajiaco, tamal, tajine de garbanzo, mote de queso,
marranitas, chigüiro a la brasa o pipitoria? ¿Era Ulises soberano de la isla de
Mompox? No. Todos y cada uno de estos escritores hablaron de su tiempo, de su
región y de sus costumbres; sin embargo nosotros no podíamos y, aún hoy, no
podemos del todo hablar de lo nuestro sin que se sigan viendo nuestras
creaciones de la misma forma discriminatoria. Lo nuestro es lo burdo, lo
deleznable, lo feo y sin clase. ¡Pero
chévere… decía el maestro Sánchez Juliao! [3].
Los
aprendices de escritores o escritores en ciernes que conozco (y también los
consagrados) muy pocas veces se inclinan al estudio y asimilación de la
herencia que les han dejado sus predecesores, algunos apoyados en el hecho de
que no tienen una gran o frecuente figuración en las antologías y no son o
fueron reseñados por los medios especializados, como si la fama fuera garantía
de mérito y calidad o el desconocimiento fuera sinónimo de mediocridad, por
decir lo menos.
Nos
encontramos, entonces, con la certeza de que, en Colombia, la tradición literaria
establecida no es propiamente colombiana, al relegar a un segundo o tercer
plano las tradiciones, leyendas, creencias y costumbres propias del país, cosa
de la cual si se han ocupado con suficiencia las músicas y cantos populares de
cada región. Para esto basta sólo ver unos ejemplos ilustres: Guillermo
Valencia, aun habiendo nacido en Popayán, en la provincia, está bastante lejos
de hacer que el idioma que (por la fuerza) terminó siendo nuestro, se parezca a
nosotros y, con él, lo estuvieron todos los adeptos del modernismo
rubendariano. Quizá sólo un poco más cercano está el capitalino Pombo, más en
su fabulas o versos infantiles que en cualquier otra cosa y, también, con él,
quienes obedecían los dictámenes del romanticismo hispánico. De la misma forma
que estos hay un sinnúmero de poetas o versificadores que renuncian a sus
tradiciones y sus costumbres, cultivando un lenguaje a su ver elevado, más bien
cifrado o encriptado, cargado de metáforas y retorcimientos que lo hacen,
recurrentemente, ininteligible. Más recientemente podemos citar a León de
Greiff que no siempre es tan lejano y oscuro, sin embargo su erudición lo aleja
frecuentemente de su realidad más próxima y a Giovanny Quessep que, también con
mitologías y culturas ajenas, hace del poema una metáfora de la existencia más
allá de su propia vivencia cotidiana. No se trata de invocar a la que en muchas
ocasiones se ha denominado poesía o literatura comprometida, ni mucho menos,
tampoco pretendo decir que no sean válidas, bellas ni admirables estas
creaciones que se alejan deliberadamente de lo cotidiano. Es sólo una confesión
de preferencia, de predilección por la literatura que es posible con palabras
sencillas y de frente a la propia realidad, para ser en y con ella, nombrarla,
recrearla, mostrarla, vivirla. Muestra de esta poesía, en Colombia, son las
obras de García Usta, casi todo Gómez Jattin y Cote Lamus, Apüshana, Rivero y Jaramillo Escobar.
1 Octavio Paz, Los hijos del limo, Seix Barral, 1974.
2 Juan Gossain, Daniel Samper, El mester de juglaría
colombiano: Discurso de aceptación de ingreso a la Academia Colombiana de la
Lengua, 2004.
3 David Sánchez Juliao, La felicidad de ser lo que uno
es, Conferencia, 2003.
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