La
inspiración, ese estado de gracia irresistible y deslumbrante que sólo niegan
quienes no han tenido la gloria de vivirlo, según decir de García Márquez, es,
desde tiempos remotos, la forma como se revela lo poético. Para Homero, el
poeta era un ser inspirado por un ingenio [1] el daimon, un ente externo al
artista que era, en gran medida, el responsable del éxito o el fracaso de sus
obras: El genio que asistía a los genios o le faltaba
a los mediocres. Es una creencia que va en la misma dirección de la que nos es
dada por Platón, principalmente en los diálogos el Fedro y el Ion, en los
cuales ve al poeta como un ser enajenado y dirigido por las musas, siempre
llevado por un agente externo, una inspiración
divina, un arrebato místico de comunicación plena con las divinidades. No se ha
solido tener como una actitud, una capacidad o un talento natural, propio de la
mente del artista, quitándole, con esto, en gran medida tanto parte del éxito o
el fracaso, como de la responsabilidad que, consecuentemente acarrea cualquier
producción humana. La voz del poeta es vista como suya y no suya a la vez,
permeada por un intruso que, muchas veces es difícil de controlar: intruso de
múltiples nombres, como hemos visto, pero de naturaleza prácticamente idéntica.
La
inspiración, análogamente, puede verse como la fuerza motriz que pone en marcha
los procesos creativos y, más que creativos, vitales. Con esta última visión es
con la cual me siento más identificado. A ésta puede encontrársele casi en
cualquier parte, o sin el casi: En una de esas muchachonas que cuando caminan
pareciera que no quisieran ni tocar el suelo, que se contonean como levitando y
transforman el ambiente con su caminar, en la sonrisa, el beso y el abrazo de
un hijo, en las atenciones incansables de una madre, en un despecho, en un
olor, como el de la tierra mojada por la lluvia, el de una fritura o un guiso,
el de un perfume, el de una llaga, en un lugar, en una ausencia, en un dolor de
muelas, en las historias de los abuelos, en fin, en cualquier cosa… y, sin
embargo, dicha inspiración no deja de ser no más que la fuente del proceso
creativo, después de lo cual viene lo más difícil, el verdadero trabajo, para
lograr sostener la idea, el concepto, la proposición y llevarla a ser, lo más
fiel posible (cosa bastante difícil de lograr con regularidad), a lo que se ha
concebido a raíz de la inspiración. A la obra terminada que puede ser un
cuadro, una escultura, un edificio o un poema. Y la obra, toda obra,
es el fruto de una voluntad que transforma y somete la materia bruta a sus
designios [2] bien sea tenida esta
voluntad como propia del artista o, en ocasiones ajena, como sucede al
encontrar la rima esquiva de un verso y no se sabe claramente de dónde provino
esa ayuda providencial en medio del bloqueo creativo. La inspiración es,
entonces, el milagro, totalmente imprevisible e inexplicable.
En decir de Jaime Jaramillo Escobar, el inspirado no sabe él mismo lo que
saldrá, una vez que esta le mueve la mano [3] y, por ello, las obras inspiradas son las más auténticas y, también,
las más escasas.
La
inspiración puede desembocar en diversos tipos de productos finales: En
creaciones fulgurantes solitarias en medio de una creación generalmente
mediocre, en sagas complejas como las de Maqroll, de Macondo o Changó, las
Barracudas de Obregón, las Mariamulatas de Grau o los Sansebastianes de Manzúr,
en estilos definidos como los edificios de ladrillo limpio de Salmona, la
sabrosa mordacidad del Tuerto López, el vendaval verbal experimental de León De
Greiff, los laberintos verbales Borgianos, la vibración marítima Nerudiana, el
desparpajo de X-504, la suntuosidad de Valencia y Darío, las oscuridades de Poe
y Baudelaire, en las complejidades geométricas de Rayo, en la monumentalidad
histórica de Arenas Betancur y en tantas otras posibilidades creativas
como artistas pueda haber; dependiendo esta variables de sus experiencias de
vida, de sus visiones del mundo, de sus preferencias y su odios, todo esto
cultivado en su disciplina de trabajo, con su dominio de las técnicas de su
arte propio, en su entrega total a su oficio: En darlo y dejarlo todo por
alcanzar la meta que le proponga su inspiración, muchas veces inalcanzables.
La
inspiración puede ser bienvenida o rechazada, nunca negada y puede, también,
ser vista de diversas formas, más o menos comprensibles, pero lo que no se
puede, de ninguna manera, es pretender que la inspiración por sí sola, sin
trabajo, sin formación y técnica de trabajo, sin sacrificio, realice la obra.
De la inspiración depende el principio ( y algo del recorrido), el final
depende del artista.
Notas
1 Joaquín Roses Lozano, Sobre el ingenio y la inspiración
en la edad de Góngora, CRITICÓN. Núm. 49 (1990)
2 Octavio Paz, El Arco y La Lira, Fondo de Cultura
Económica (1956)
3 Jaime Jaramillo Escobar, Método fácil y rápido para ser
poeta, Luna Libros (2011)