A Miguel Ángel López Hernández lo conocía
desde antes de conocerlo, como un rumor: una presencia constante en mis visitas
a Riohacha, en las conversaciones con mis tíos y amigos en el balcón y los jardines
frescos y perfumados de una vieja y bella casa a dos cuadras de la plaza
Nicolás de Federmann. En ese entonces, en mis idas y venidas por el desierto
guajiro, no sabía comprender que Vito y Miguel, son diferentes. Miguel es amigo
cercano de una tía y, por su intermedio, me llegaron sus noticias, ya
posteriores al misterio de sus primeros poemarios y la incertidumbre, no
aclarada del todo, sobre los dos seres que han estado tras sus versos
luminosos, sabios y resilentes. A Vito, Vito Apüshana, lo conocí antes que a Miguel, en mi casa, en
Guamal, bastante lejos de su universo existencial y poético, a donde nos
llegaban sus palabras a través de documentales televisivos, resonantes en los
instrumentos que acompañan la Yonna,
en los tejidos de las mochilas y los estampados de las mantas de las mujeres
Wayuú, que tanto han gustado a las de mi familia. Y se quedó. Se quedó en mí,
escuchando el rumor de la brisa entre las hojas de las palmeras de las playas
Riohacheras, tomando cerveza cerca de la desembocadura del río Ranchería, que
en sus crecidas pinta al Caribe de chocolate, comiendo friche en una terraza de
la avenida primera, paralela al mar, en los Kanash, símbolos de los
clanes tallados en enormes baldosas en el suelo de esta avenida, en los
cangrejos que se dejan destripar sobre el asfalto hirviente, cerca de la
universidad de La Guajira, y en el desierto sobrecogedor con apariencia de
infinitud y sus trupillos y cactus invencibles, sus leves dunas ondulantes y su
olor a sal antigua y vivificante. A Miguel lo conocí después, hace bastante
poco tiempo, en Pereira, en medio de los avatares del festival de poesía de la
ciudad, en donde nos sabía poner de manifiesto, con palabras claras y
sencillas, los mensajes que la madre tierra, desde distintas visiones étnicas,
en un raro y bello caleidoscopio, nos da a los recién llegados por medio de
relatos míticos de una eficacia pedagógica tremenda.
Es desde el asombro, entre los hilos invisibles del
misterio, sin salir del todo del embrujo de los territorios, de la concepción
de la vida y del universo que los Guajiros me compartieron en mis visitas a su
territorio, volviendo a las vibraciones de su modo cultural de vivir, de
sentir, pensar y actuar, que me acerco a la poesía de Miguel Ángel López
Hernández. No buscando, no dando una interpretación de su etnia y su
cosmogonía, ni a su poesía en función de estas, sino utilizándola como puente,
como vehículo para volver a los mágicos entrañables recuerdos que tengo de esa
tierra maravillosa e históricamente maltratada, abandonada. Usada. Es desde
aquí que me aproximo al universo poético de Miguel Ángel López, un poeta que se
me presenta con dos actitudes comunicativas que no por diferentes se excluyen,
sino todo lo contrario. Una de esas actitudes sitúa al poema y al poeta
completamente dentro de su etnia, sirviéndonos
de guía en su universo, descubriéndonos toda la riqueza cultural de su gente
con sencillez y belleza. En la otra ya el poeta sale de los límites geográficos
y culturales de su etnia y de la relación de los colonos con esta, para
ubicarse y ubicarnos en relación con los demás pueblos originarios de América
dándonos una visión distinta de su etnia, del continente y del idioma mismo al
rescatar, para nosotros, elementos de las culturas raizales que habían sido
condenados por largo tiempo al olvido y al menosprecio. En esta actitud de
encuentro Miguel Ángel nos invita a reconocer la multiculturalidad del
continente y la importancia de establecer un diálogo honesto entre todos los
pueblos que lo forman, en busca del rescate y preservación de las identidades de
nuestros pueblos ancestrales y, de paso, las de los actuales.
Al pensar en estas diferentes actitudes
comunicativas de la persona o las personas que ponen su voz en los versos de Contrabandeo
sueños con aliijunas cercanos, En
las hondonadas maternas de la piel y Encuentros en los senderos de Abya
Yala, pienso en Borges, que constantemente hace referencia al otro yo, y en
Pessoa, el multiforme Pessoa y en Barba (que también se llama Miguel Ángel), en
De Greiff y más remotamente en el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. Sólo
casos parecidos de alguna forma, pero no iguales entre sí, ni podrían servirnos
para tratar de comprender la coexistencia o convivencia de Vito y Miguel Ángel.
No son, exactamente un alter ego, tampoco, un seudónimo, ni un heterónimo.
Vito, descendiente del milenario pájaro Utta, pütchipü o
palabrero Wayuú sin bastón de mando, es la voz ancestral que dicta a Miguel las
voces de los sueños, proveniente de Jepira y que viene a entregarnos, en
una lengua no originaria y elaborando, algo alejado de la ranchería, una visión
singular a partir de la oralidad recibida de sus mayores, las raíces, los
mitos, la cotidianidad de la vida de su pueblo, de su cultura. Revelando, en
sus imágenes, los encuentros, y a veces desencuentros, de las dos culturas
entre las cuales transcurre su existencia.
Somos pastores
Somos los hombres que
viven en el mundo de las sendas.
Nosotros, también,
apacentamos,
también regresamos a un
redil… y nos amamantan.
Y somos leche del sueño,
carne de la fiesta… sangre del adiós.
Aquí, en nuestro
entorno,
la vida nos pastorea.
(Pastores)
Vito es el poeta del mundo onírico de los Wayuú, su
quehacer se centra en las concepciones acerca del tiempo, el espacio, la vida,
la muerte y la convivencia, de este grupo indígena, convidándonos a comprender
su realidad, a recorrer el desierto, como chivos cerreros, buscando en sus
rincones y hondonadas, los misterios de las mujeres pájaro, que habitan los
sueños, conversando con los difuntos, guiándonos con su palabra por una
búsqueda personal que es, a la vez, la búsqueda de todo hombre, de su propio
ser y su lugar en el cosmos. Su voz, es una voz que resuena contando desde la
memoria ancestral, retomando, reconstruyendo muchas veces, reelaborando los
relatos escuchados al pie del fogón o del chinchorro y que fueron enriquecidos
con las lecturas de otras mitologías en sus años lejos del desierto, antes de
volver a la ranchería, donde es, como en ninguna otra parte.
Caminando hacía la
ranchería materna
escuchamos una voz de
lejanos lugares
que sólo entiende el
corazón sereno,
y recibimos una mirada
que únicamente veremos
en el sueño,
y sentimos una presencia
de infinitos ancestros
que nos impide abandonar
la piedra y el polvo
de este sendero nuestro.
(Raíces)
Su poesía trasciende la etnoliteratura, tampoco es
oralitura propiamente dicha, no es sólo una recopilación de voces procedentes
del pasado, ni es tampoco una palabra encerrada en su comunidad de origen, sino
que parte de ella para acercarse a los otros, a los aliijunas, con los que
frecuentemente comercia o contrabandea, no sólo sueños y esperanzas, sino las pesadillas
cotidianas que perturban las noches compartidas entre la naturaleza de
apariencia agreste y que, sin embargo, lo es todo para ambos.
La tranquilidad es un
tejido largo y colorido…
la embellecemos con
diseños de cielo,
pinturas de tierra y
dibujos de mar.
Los mayores nos
envuelven en ella
en cada palabra de
mañanita,
en cada silencio de
anochecer.
Así nos hacemos latidos
de los montes.
(Tranquilidad II)
Este acercamiento al otro, lo
cifra también Miguel Ángel desde el encuentro con otros pueblos, como en este
caso, acercándose al pueblo Mapuche, en la Araucanía de la América austral.
“…bajo la luna de las
flores hacemos visible la canción del Caos;
tallamos el silencio…
para sentir el corazón del que está por regresar;
tallamos el silencio…
para escuchar a los aumentadores de vida,
aquellos que siembran
frutillas y nalcas en la orilla del miedo…
frente al terrible Ngurru
- vilu (el zorro – culebra).
La aurora manifiesta el
oro extraído de la noche”
(Cercanías con Leonel
Lienlaf)
Vito asume una posición, se asume como un
constructor de un universo a partir de una tradición y no sólo como vocero,
como un portador de esa tradición, sin enriquecerla. Asume su obra con la
responsabilidad y el compromiso que esa independencia que ese distanciamiento
requieren y, así, toma la bandera de su etnia para ubicarse en un espacio en el
cual vuelca desde su wayuunaiki originario al español impuesto, en la forma de
libro impreso, las múltiples escrituras contenidas en las artes y artesanías de
sus ancestros, para darle un sentido de validez occidental al amplio, complejo
y sistemático registro que su raza ha hecho de su cosmovisión particular,
presentando a los otros una literatura que no es, en suma, ni Wayuú, ni caribe,
ni colombiana, ni americana, sino universal, trascendiendo todos los
“ismos” literarios, económicos, políticos o sociales, que sesgan, limitan y, en
ocasiones, deslegitiman una obra, reduciendo su valor estético a un momento, un
credo o una visión momentánea de las cosas, introduciendo una parte de toda la
multiplicidad americana, por la puerta grande, en el restringido espacio de la
tradición literaria de occidente, contribuyendo a ensancharlo,
transgrediéndolo, uniendo su voz a la de otros autores provenientes de los pueblos
indígenas de Abya Yala, como Hugo Jamioy, Fredy Chikangana, Humberto Ak´abal,
Elicura Chihuailaf y Leonel Lienlaf, entre otros, que también alzan su voz e
intercambian sus angustias, sueños e ideas con los recién llegados.
Vito,
hay que decirlo, no es el poeta de Encuentros
en los senderos de Abya Yala. Es Miguel Ángel. O es un Vito diferente. El
universo de este no es del todo distinto del anterior, pero se diferencia. Es
la proyección del que se sabe parte de un territorio sin fronteras, de una
tierra en maduración, dispuesta a darse a quienes no la han respetado, alzando
la voz, haciendo sentir su protesta, rebelándose a la uniformización que se
pretende desde las colonias y se prolonga en la globalización. Son, ambas,
voces de la afirmación cultural: una desde el reconocimiento de la comunidad
particular y originaria; otra, desde la hermandad originaria que no se ve
derrotada por las fronteras políticas y económicas y quiere mostrarse así a
quienes no reconocen su divergencia, su apuesta por la preservación de sus
costumbres y tratar de protegerlas de los bombardeos externos, de rescatarlas
del abandono y protegerlas de la discriminación, para darles el justo valor y
pedir el respeto que se merecen, brindando, a su vez, respeto a los otros.
Habla, aquí, el reconocimiento
del rostro, desde el mundo – origen de Abya Yala (América) hacia las latitudes
del otro.
Desciendo hacía la
palabra – cofia de las antigüedades, rumbo al temblor de la reafirmación;
Hacia las aguas del
sueño diverso; dentro del latido de la raíz definida;
dentro de la mirada
del horizonte despejado… en la multiplicación de
los encuentros… en el
sudor del respeto mutuo por donde respira la
vida humana.
(El viaje)
Vito, cuando nos habla en su esfera Wayuú, insiste
recurrentemente en llevarnos a habitar ese espacio donde se confunden lo
visible y lo invisible que es el mundo de los Wayuú y que él ha decidido darnos
a conocer, no como la mera expresión del alma colectiva de su pueblo, evadiendo
cualquier responsabilidad derivada de sus palabras, sino asumiéndose como
embajador del mundo al cual cifra en sus versos y del cual, a la vez, proviene.
Nos habla de lo Remoto – origen, el punto de partida de su cultura, el origen
de todo, desde donde salieron los Elementos a crearlo todo.
Somos los hijos de este
mundo…
los hijos de Pülowi y de
Juyaa:
los hermosos
invisibles que nos protegen.
(Fiesta)
Ya naciste…
y naciste hijo de gente,
de los fundadores de trochas del cerro de Epitsü.
***
Que no desespere tu pie
en hacer la huella,
pues ya los viejos pasos
de los ancestros están en el nuevo tuyo.
No desesperes en llegar,
que ya estás aquí… hijo de gente,
hijo del sudor de la
lluvia.
(De un alaüla de
Alemasahua)
Talhua, alaüla de
Toolünare, nos han contado
que también provenimos
de otros mundos…
que acumulamos un saber
antiguo creador de otros llantos,
de otros sueños, de
otros pasos…
que nuestra sonrisa se
extiende en otros labios
más allá de esta orilla
del mar.
Como nuestra sangre hay
un río invisible
que nos recorre a todos…
donde viajan
la misma risa y el mismo
silencio.
Talhua, alaüla de
Toolünare, duerme con las manos abiertas.
(De un alaüla de
Toolünare)
También nos habla de lo Oculto – invisible, eso que
está al otro lado de la vida cotidiana, los espantos, los sueños, las voces de
los muertos, que rigen la vida cotidiana de la ranchería, el transcurrir de las
cosas.
Nosotros tenemos un
espanto invisible
que nos visita con
olores.
Lo alejamos con mucha
sal en el fuego
y orín de los hijos
mayores.
Este espanto nos hace
descubrir
los olores ocultos de la
vida:
sentir los olores
tranquilos de los ancianos
tocar los olores
fértiles de las mujeres
escuchar los olores
blancos de la risa de los niños
dormir en los olores
blandos del sueño…
y el viento nos congrega
en este respirar.
(Espanto de olores
fuertes)
Crecemos, como árboles,
en el interior
de la huella de nuestros
antepasados.
Vivimos, como arañas, en
el tejido del rincón materno.
Amamos siempre a orillas
de la sed.
Soñamos, allá, entre Kashi
y Ka’i, el Luna y el Sol,
en los predios de los
espíritus.
Morimos como si
siguiéramos vivos.
(Vivir – morir)
Y nos habla de lo Natural – visible, que es el
mundo diario, la cotidianidad Wayuú, en la cual se entrelazan, sin sobresaltos,
las dos dimensiones anteriores de su mundo, terminando de configurar la
complejidad de su relación con el universo.
Mi tío Walatshi ha
llegado de donde estaba.
Trajo, en silencio, un
antiguo problema de hombres.
Le oímos resollar la
ofensa… y nos observa la vida.
Su bastón de mando le
ordena dibujar en la tierra.
No habrá pleito:
sus años han encontrado el oculto reposo del dolor.
(Walatshi)
Bebemos las gotas de las
lluvias ausentes
entre las hierbas
frescas de la clama…
y encontramos las
profundas nubes de agua que guarda la tierra…
De su barro se forja
nuestro rostro.
(Calma)
Mi hermana Mariietsa ha
salido del encierro.
Ya es mujer;
pronto albergará el
mundo en sus adentros.
Sonreímos:
ya sabe cómo la tierra
acoge a las aguas de Aquel que Llueve.
(Jierü – mma)