Hace mucho rato no me veía con el
miedo a los ojos.
No fue como la primera vez que
recuerdo que me miró la muerte fijamente a los ojos, para pedirme que me
apartara del camino de una de sus hijas.
Esa vez no sentí miedo, sentí
vergüenza.
Esta vez tenía miedo al miedo de
los otros. No de los demás, en general, porque, fuera de esos soldaditos demasiado
jóvenes para estar saliendo a pasear con la muerte todos los días, y de
nosotros, extranjeros en nuestro propio país, nadie más tenía miedo. Los
militares de alto rango se veían y sentían heridos en su orgullo: sus miradas
eran rabiosas, bruscas, altaneras. Ardidas. Los demás habitantes de esta zona
me han parecido acostumbrados a la sensación constante de incertidumbre y de
inseguridad. En todo momento parece que puede pasar algo.
Esos carajitos no es pa que estuvieran aquí, en estas… dije viendo a través de la ventanilla
delantera derecha del jeepsito que nos mueve desde Florencia a La Montañita, a
un morenito que, a esa hora, debía estar estudiando y no con un fusil terciado
en el pecho, practicando delante de nosotros su mejor gesto amenazador y que,
no termina de serlo del todo. No tienen más nada que hacer, contestó
mi compañero, condensando escuetamente la triste realidad de esos muchachos,
mientras accionaba la palanca de cambios, en esas seis palabras que me quedaron
resonando mientras les veíamos y sentíamos acecharnos con todos sus sentidos
alertas y las manos en posición de ataque, sobre sus armas protectoras. En esos
momentos, ese fusil y esas cananas, eran lo único que tenían esos pelaos, más allá de sus cambuches
camuflados y los cachivaches en los que cocinan sabrá Dios qué cosa, para
combatir el hambre y el frío. ¿Qué carajo come esta gente? Me pregunte al pasar
en medio de sus cambuches y fogones, cerca de la base de La Arandia. ¿Dónde cagan?
¿Cómo hacen pa coger? ¡No tienen espacio propio ni pa una paja! Qué carajos
hacen estos muchachos aquí, conviviendo con su miedo, aparentemente preparados
para enfrentar a sus contrarios. ¿Se preguntarán, acaso, qué papel juegan,
realmente, en la tragicomedia de las luchas por el poder? ¿Se darán cuenta que,
hagan lo que hagan, digan lo que digan, maten lo que maten, todo seguirá siendo
la misma mierda en este país que lo único que ha hecho es negarles las
oportunidades? Al bajar el promontorio donde se encuentran apertrechados, pasan
unos minutos de relativa calma, hasta que empiezo a pensar en la posibilidad de
que en la maleza pueda asaltarme una babilla, un cocodrilo, una de esas
anacondas que por acá llaman Güíos o, peor aún, la guerrilla. El río San Pedro
se desliza pacientemente a unos quinientos metros de donde estoy parado,
mirando alrededor, tratando de percibir cualquier cosa fuera de lo común, pero
a pesar de que todo se mantiene dentro de la normalidad vuelve a invadirme el
temor. Acá en cualquier lado puede uno
encontrarse una mina quiebra patas… trato de no verme con una pierna
destrozada por la metralla cada vez que oigo decir eso o que recuerdo la impresión
que me dio la primera vez que lo oí. Quisiera saber cuáles son las seguridades
de los guerrilleros, o sus temores, escuchar parte de su discurso, de los rasos,
claro está, pero acá todo parece estar más delicado de lo que aparenta. Es un
desfile constante de armamento, un rumor incesante de tráfico de drogas, armas,
influencias, que no me deja estar tranquilo, ni siquiera en el sueño. Andar por
estas tierras es estar caminando entre temores: El de la guerrilla por las
fuerzas armadas, el de estas por las primeras, el mío por las dos, el de mis
compañeros que es prácticamente el mismo mío, el de los vecinos por los
extraños recién llegados… El miedo es la moneda corriente en este pueblo tan
sucio, desordenado y caótico, que no motiva a querer caminarlo, no despierta
ningún interés por sus probables sitios de interés, aunque la verdad no parece
tenerlos: sólo un centro comercial intenta sacarlo de ese enquistamiento en lo
rural en el que parece estar condenada la capital del departamento del Caquetá,
una tierra que me imaginaba más próspera y mejor atendida, pero que sólo viene
a confirmarme que los municipios y departamentos fuera de la región andina,
esos mismos, que son los que ponen a los gobernantes, a los Mussas y los Ñoños,
a los Uribes y demás calanchínes, son los más olvidados y maltratados por el gobierno
central y, sin embargo, siguen eligiendo a los mismos con las mismas o a sus
títeres y lacayos y al final no se sabe qué es peor... Bueno, sí, lo peor de esta situación acá es que toca permanecer callado, toca pasar aún más de agache que en cualquier otro lado, que acá aún se siguen manteniendo las fuerzas en conflicto a pesar de los constantes partes de aparente tranquilidad, a pesar del aparente control del estado se nota que esto sigue de culo pal estanco, así la gente siga creyendo que es en Venezuela que todo está mal y más pendiente de la telenovela que de lo que realmente está pasando en el país y que, finalmente, es lo que está pasando con sus vidas.
Pero como la gente sigue creyendo que lo que hacen y deshacen los políticos no afecta sus vidas...
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