lunes, 5 de mayo de 2014

SUEÑO DE JAIME GARZÓN FORERO, ABOGADO Y PROFETA


Muy cerca al centro internacional de Bogotá, una noche del 13 de agosto de 1969, una noche fría y pesarosa, Jaime Garzón Forero, futuro abogado y profeta, unas horas después de que Neil Armstrong desfilara por el Cañón de los Héroes en Nueva York, soñó que transmitía en vivo y en directo, para una cadena de radio, su propio entierro.

Se veía a sí mismo metido en un cajón de utilería, con algodones en las narices y un poco incómodo en la sala de velación demasiado pequeña para sus visitantes en la funeraria Gaviria. Buenos días: bienvenidos a la mayor desinformación de Colombia y el mundo, decía William Farra, girando nerviosamente el cable del micrófono que acababa de rapar a su colega Inti De la Hoz, recostada, inconsolable en los hombros de su otro compañero Emerson De Francisco. Néstor Elí trataba de poner un poco de orden desde la portería, comenzando por no dejarlo pasar a verse. No, no señor, no se preocupe, que aquí no va a entrar nadie, tenemos ordenes irrestrictas de que no va a haber ingreso para nadie, menos para los políticos con sus lágrimas de cocodrilo. ¡Pero si yo soy Jaime! ¿Cómo dice? No, no señor, ni más faltaba… ante las diversas versiones de los sucesos el Quemando central ratificó sus instrucciones precisas respecto a las restricciones de ingreso y circulación al recinto de las leyes...

Ahí estaba él, como otra de esas desgracias que acostumbraba mostrarle por televisión al país, todos los domingos, mientras la ciudad despertaba de su letargo, de su acostumbramiento a la barbarie y la demencia de aquellos que amenazan y matan, en la madrugada de ese viernes histórico en que se atrevieron a tocarles la risa y fueron conscientes de la tibia podredumbre de las ollas de la corrupción, el dolo, las traiciones y demás figuras retorcidas propias de las corruptelas orquestadoras, desde siempre y para siempre, del inepto y mezquino poder.

A lo largo del primer piso de la funeraria se aglomeraban desordenadamente los más variados personajes tratando de convencer a Jaime de que se levantara y se organizara, ¡caray!, de donde acá se ha visto que en el honorable congreso de la república se dé refugio a alguien que no sea uno de los adalides de la cosa pública, de los honorabilísimos padres de la patria, por lo demás, ya casi tocan la campana de cierre en el colegio Sócrates, para varones y este mequetrefe aquí lochando. ¡Levántese, carajo, que vienen los excelentísimos a manipular las leyes!

Alerta Bogotá. En extrañas circunstancias fue asesinado el periodista y humorista Jaime Garzón de varios tiros, entró diciendo Frankenstein Fonseca desde la Plaza de Bolívar, anunciando el epílogo de una tragedia en tres actos denominada: El bufón y la corte, de autor anónimo, acomodado en círculos múltiples especializados en juzgar y condenar, en organizar y maquillar las componendas secretas de los herederos del régimen, dentro y fuera de la casa del poder, a donde fue recientemente trasladado en busca de que no pudiera entreabrir alguna puerta, desmadrar alguna ventana o correr algún cancel y al fin verse como efectivamente lo hizo luego de que lo confundieran con un tal John Lenin y pudo entonces asomarse al salón de las sesiones plenarias y se vio a sí mismo en cámara ardiente, atolondrado por el horror y la vergüenza de su propio cuerpo cubierto de flores, con los labios pintados, la cara rociada de polvo y el bigote engominado, naufragando en una vasta parafernalia improvisada a las carreras y la inconmensurable romería de Jueves Santo que llenaba la plaza de Bolívar y se desbordaba varias cuadras más allá y aún más allá.

El infierno es ser velado en el Congreso, pensó, acomodándose en su sepulcro nuevecito.

Al entrar y cerrar las puertas de su sepulcro, se encontró en un palacio inmenso: empezó a caminar, a tientas, tratando de acomodar sus ojos a la oscuridad y a la muerte recién estrenadas,  guiándose por las rendijas y sobresaltos de las paredes y el piso del pasillo con apariencia de infinitud. Este pasillo claroscuro desembocaba en otro pasillo y Jaime empezó a sentir un gran desespero y unas ganas enormes de aire puro. Se sintió solo. Exhausto. Angustiado. Confuso. Siguió caminando, enfilándose a un pasillo serpenteante que desembocó en una sala elíptica con murales de personajes delirantes y absurdos: en el centro de la sala había un banquito y una caja de embolar zapatos con todos sus accesorios ensangrentados. Entonces Jaime sintió un gran pesar y se echó a llorar contando los cinco disparos que desangraban la caja del zapatero desconocido, tarareando la melodía de una canción que le llegaba de alguna parte indefinible de la habitación. Una canción que hablaba de una negra canela y un adiós de carnaval.


Niño Jaime, con todo respeto, levántese carajo, que lo preguntan los señores del noticero… Niño Jaime…

Ahí viene el hijueputa, ahí viene el hijueputa, se levantó azorado, desenredándose las cobijas. Qué fue niño Jaime, le preguntó con cariño la Eulalia. Cuál hijueputa, señorito, le preguntó Dioselina amasando unas empanadas explosivas.


Ese es un tal Heriberto que me la tiene montada desde hace rato, disque yo le debo unas emboladas, pero nada… ¡Güevonadas que se le ocurren a uno, no más!


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