Muy cerca al centro internacional de Bogotá,
una noche del 13 de agosto de 1969, una noche fría y pesarosa, Jaime Garzón
Forero, futuro abogado y profeta, unas horas después de que Neil Armstrong
desfilara por el Cañón de los Héroes en Nueva York, soñó que transmitía en vivo
y en directo, para una cadena de radio, su propio entierro.
Se veía a sí mismo metido en un cajón de
utilería, con algodones en las narices y un poco incómodo en la sala de
velación demasiado pequeña para sus visitantes en la funeraria Gaviria. Buenos días: bienvenidos a la mayor
desinformación de Colombia y el mundo, decía William Farra, girando nerviosamente
el cable del micrófono que acababa de rapar a su colega Inti De la Hoz,
recostada, inconsolable en los hombros de su otro compañero Emerson De
Francisco. Néstor Elí trataba de poner un poco de orden desde la portería,
comenzando por no dejarlo pasar a verse. No, no señor, no se preocupe, que aquí
no va a entrar nadie, tenemos ordenes irrestrictas de que no va a haber ingreso
para nadie, menos para los políticos con sus lágrimas de cocodrilo. ¡Pero si yo
soy Jaime! ¿Cómo dice? No, no señor, ni más faltaba… ante las diversas
versiones de los sucesos el Quemando central ratificó sus instrucciones
precisas respecto a las restricciones de ingreso y circulación al recinto de
las leyes...
Ahí estaba él, como
otra de esas desgracias que acostumbraba mostrarle por televisión al país,
todos los domingos, mientras la ciudad despertaba de su letargo, de su
acostumbramiento a la barbarie y la demencia de aquellos que amenazan y matan,
en la madrugada de ese viernes histórico en que se atrevieron a tocarles la
risa y fueron conscientes de la tibia podredumbre de las ollas de la
corrupción, el dolo, las traiciones y demás figuras retorcidas
propias de las corruptelas orquestadoras, desde siempre y para siempre, del inepto
y mezquino poder.
A lo largo del
primer piso de la funeraria se aglomeraban desordenadamente los más variados
personajes tratando de convencer a Jaime de que se levantara y se organizara,
¡caray!, de donde acá se ha visto que en el honorable congreso de la república
se dé refugio a alguien que no sea uno de los adalides de la cosa pública, de
los honorabilísimos padres de la patria, por lo demás, ya casi tocan la campana
de cierre en el colegio Sócrates, para varones y este mequetrefe aquí lochando.
¡Levántese, carajo, que vienen los excelentísimos a manipular las leyes!
Alerta Bogotá. En extrañas circunstancias fue asesinado
el periodista y humorista Jaime Garzón de varios tiros, entró diciendo Frankenstein Fonseca desde la Plaza de
Bolívar, anunciando el epílogo de una tragedia en tres actos denominada: El
bufón y la corte, de autor anónimo, acomodado en círculos múltiples
especializados en juzgar y condenar, en organizar y maquillar las componendas
secretas de los herederos del régimen, dentro y fuera de la casa del poder, a
donde fue recientemente trasladado en busca de que no pudiera entreabrir alguna
puerta, desmadrar alguna ventana o correr algún cancel y al fin verse como
efectivamente lo hizo luego de que lo confundieran con un tal John Lenin y pudo
entonces asomarse al salón de las sesiones plenarias y se vio a sí mismo en
cámara ardiente, atolondrado por el horror y la vergüenza de su propio cuerpo
cubierto de flores, con los labios pintados, la cara rociada de polvo y el
bigote engominado, naufragando en una vasta parafernalia improvisada a las
carreras y la inconmensurable romería de Jueves Santo que llenaba la plaza de Bolívar
y se desbordaba varias cuadras más allá y aún más allá.
El infierno es ser
velado en el Congreso, pensó, acomodándose en su sepulcro nuevecito.
Al entrar y cerrar
las puertas de su sepulcro, se encontró en un palacio inmenso: empezó a
caminar, a tientas, tratando de acomodar sus ojos a la oscuridad y a la muerte
recién estrenadas, guiándose por las
rendijas y sobresaltos de las paredes y el piso del pasillo con apariencia de
infinitud. Este pasillo claroscuro desembocaba en otro pasillo y Jaime empezó a
sentir un gran desespero y unas ganas enormes de aire puro. Se sintió solo.
Exhausto. Angustiado. Confuso. Siguió caminando, enfilándose a un pasillo
serpenteante que desembocó en una sala elíptica con murales de personajes
delirantes y absurdos: en el centro de la sala había un banquito y una caja de
embolar zapatos con todos sus accesorios ensangrentados. Entonces Jaime sintió
un gran pesar y se echó a llorar contando los cinco disparos que desangraban la
caja del zapatero desconocido, tarareando la melodía de una canción que le
llegaba de alguna parte indefinible de la habitación. Una canción que hablaba
de una negra canela y un adiós de carnaval.
Niño Jaime, con
todo respeto, levántese carajo, que lo preguntan los señores del noticero… Niño
Jaime…
Ahí viene el
hijueputa, ahí viene el hijueputa, se levantó azorado, desenredándose las
cobijas. Qué fue niño Jaime, le preguntó con cariño la Eulalia. Cuál hijueputa,
señorito, le preguntó Dioselina amasando unas empanadas explosivas.
Ese es un tal
Heriberto que me la tiene montada desde hace rato, disque yo le debo unas
emboladas, pero nada… ¡Güevonadas que se le ocurren a uno, no más!
No hay comentarios:
Publicar un comentario