La tarde de un martes de diciembre de 1931, mientras tomaba una siesta en el sillón de bordados de sus tías, después de un cipote almuerzo, el último de los cinco días de lluvias ininterrumpidas, justo frente al taller de los pescaditos de oro, al final del corredor de las begonias, cerca del cuarto de las bacinillas, Gabriel García Márquez, futuro poeta y periodista, tuvo un sueño.
Soñó que su abuelo lo llevaba a conocer el hielo.
Habían vuelto los gitanos con su alboroto de pitos
y palos. Su abuelo se lo había subido a los hombros y caminaba con él,
abriéndose paso entre saltimbanquis, huacales de gallinas, prestidigitadores, mesas
de frituras, bailarines, carritos de guarapo, malabaristas, juegos de ruleta, vendedores
de todo lo habido y por haber, asaltantes y putas. En la boca calle que da a la
zona de tolerancia, después de la calle de los turcos, un hombre viejo, con
unas alas enormes, daba la fórmula para remediar todos los males y enderezar
todos los entuertos, leyéndolos de un cartapacio de papeles que siempre
guardaba en una mochila Wayuú, garabateados en una lengua imposible de definir
y descifrar por nadie conocido hasta ese momento. Se decía constructor y dueño
de la máquina de la memoria, despabilador de niños zurumbáticos, entrenador de
gallos imbatibles, corregidor de años bisiestos, arquitecto de casas en las
nubes, descubridor de las islas más bellas y más tristes jamás conocidas, tramitador
de milagros, regateador de los mil demonios, confesor secretísimo de su
santidad, sabedor de donde son y qué es lo que cantan los cantantes, acordeonero,
banderillero, verseador, compositor de porros y cumbias, cultivador de hongos
de colores y del cacao con el que se prepara el chocolate que hace levitar a
los curas, alimentador de vacas con cortinas de terciopelo, cartomántico,
prestidigitador y no sé cuántas vainas más…
Esta tarde conocerás el Hielo, le dijo, acodado en
su pedestal de santo sinvergüenza, alcanzándolo sobre las cabezas de los atónitos
espectadores de sus artilugios y novedades ultramarinas.
En medio de la multitud pasó un carruaje casi
fúnebre, del cual se asomaba una mano decrépita y sin edad, ante la cual la
multitud se tornó silenciosa por unos instantes y luego enloqueció. Esa es la mano
del poder, mijo, le susurró su abuelo al oído, bajándoselo de los hombros, como
quien le revela un secreto cósmico, la conozco desde antes de venirme del otro
lado de la Sierra. Antes de la Guerra civil. Antes de llegar al pueblo. La mano
que da adioses más allá de los ojos pálidos y los labios tristes del déspota solitario,
óiganlo bien, incrédulos del mundo entero, el macho, el patricio que sostiene
este mundo y esta vida y lidera la nación desde tiempos difíciles de precisar y
lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos… ¡Pendejos! Refunfuñó el
abuelo, levantándolo y poniéndolo frente a un baúl enorme del cual salía un
aliento frio y seco. Míralo, tócalo, Gabito, le dijo el abuelo. Gabriel se
inclinó y lo vio, pero no pudo tocarlo, solo pudo mirarlo y mirarlo y mirarlo.
Un gran ojo de perro azul, pensó. Un gran ojo de perro azul con
sopotocientasmil agujas luminosas donde pudo ver, sin confundirse ni
superponerse, desde todos los ángulos y todos los tiempos, a la llanura lunar
donde en otros tiempos había estado el mar, a una mujer mayor y una niña en un
cuarto de coser, tras una ventana, una silueta paquidérmica pasando los tres
cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas del único lugar verdaderamente
suyo, a una niña intacta en su ataúd con forma de estuche de violonchelo y otra
correteada por un perro con mal de rabia en el portal de los dulces en
Cartagena, allí mismo donde un niño crecía y crecía en su ataúd y anunciaban
los voceadores de prensa que ¡La luz es como el agua! Vio un barco yendo y
viniendo, yendo y viniendo, por el río Magdalena, con una bandera amarilla como
la mierda, a un hombre de piel luminosa y ojos desorbitados atravesando una
plazuela, perseguido por dos gemelos y a su madre cerrarle la puerta de la
calle, en la cara, una infinidad de platanales a través de una ventana de tren,
un tren que roncaba y aullaba como un demonio y lo paseó por un lodazal de
recortes de periódicos y carátulas de libros con una misma palabra y un mismo
tipo vestido de blanco y la misma cara de asombro que se veía en el espejo de
agua de la alberca del patio al lavarse los dientes por las mañanas. Se vio
vestido de blanco, arrastrando tras de sí una hojarasca informe y pestilente
que en mala hora había llegado al pueblo y de la cual no se había podido
sacudir ni en los fríos andinos desde donde había vuelto a encostillarse con la
muerte que le había sacado los ojos a los tres sonámbulos que todas las noches
buscaban un rastro de sangre en la nieve sin edad de los muertos sin doliente
que dejan a la orilla de los caminos. Vio flashes viniéndosele encima como
perros salvajes y hambrientos y corrió a una bella y enorme jaula, la más bella
del mundo, cubriéndose de las flores amarillas que caían del balandrán de una
prima suya que jugaba a levitar con las sábanas de la abuela Úrsula: Pataleó.
La fama es como la muerte, le dijo alguien con
una medalla de oro y vestido de Liqui liqui blanco, desde el fondo de la
jaula, recogiendo un pájaro que había reventado una ventana del cuarto para
venir a morirse a sus pies. ¡Gabriel, Gabriel! Oyó su nombre sin darse por
enterado, sacudiéndose con el alboroto de un viento de desgracia que
regurgitaba un buque fantasmagórico y un sinnúmero de ahogados de otros puertos
y otros tiempos, pasados y futuros, sin nombre y sin nada. Sintió un dolor en
el hombro derecho y un resuello de animal bíblico en la oreja. ¡Párate, Gabito,
despiértate! Ven, asómate a la ventana… Despertó medio aturdido, ubicándose en
el territorio que, nuevamente volvía a ocupar la casa. El abuelo quiere que
vayas, decía su tía Petra Cotes, espantándole las telarañas del sueño,
sacudiéndolo como a un muñeco. ¡Despiértate, apúrate, volvieron a llegar los
gitanos!